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Con esta imagen, inadaptada a los cánones de la estética digital, dicen los expertos, comienzo a contarte nuestro viaje a Sanremo. No un viaje repentino, sino la culminación de un viaje que comenzó hace veinticinco años, como un eco lejano que espera el momento adecuado para resonar de nuevo.
Aún no tenía 20 años y mi forma de comunicarme eludía las palabras. Me expresaba mediante imágenes, movimientos, sonidos. Primero la danza, luego la voz.
Buscaba algo indefinido, algo perdido durante siglos, tal vez milenios, no sólo por mí, sino por un femenino arcaico, olvidado en los pliegues del tiempo.
En algún momento, hubo un momento, un posible desvío en el que esa búsqueda podría haberme llevado a San Remo. Pero la percepción de que no pertenecía a aquel lugar, de que no estaba rodeado de las personas adecuadas, cambió el curso de los acontecimientos.
Pero, la investigación auténtica no se detiene, cambia de forma, se transforma y continúa su camino. Éste, pasando por mis hijos, ha llegado a mis manos. Manos que hoy dan forma, con el tacto y la visión, a lo que antes era sólo un susurro de sonido, un remolino de imágenes y movimiento.
Y así, después de años, fui a Sanremo, no a cantar, sino a construir una escenografía de belleza y ensueño. En el corazón palpitante de la ciudad, durante la semana del festival más famoso de Italia, creamos un escenario que era a la vez escenografía y experiencia, donde el arte y la naturaleza podían entrelazarse, evocando la magia efímera de un momento que se graba en la memoria.
Una arquitectura efímera, que crea contrastes entre la luz y la sombra, entre el rojo y el blanco, entre lo que ha sido y lo que será. Las palabras no pronunciadas, como una melodía apenas audible que perdura en el aire, atrapan a los transeúntes que absorben la esencia de un tiempo suspendido, en un momento para recordar.
Sanremo es un lugar, pero también una imaginación.
Un rincón del mundo donde las historias se encuentran y chocan, en una continua creación y disolución en el susurro del oleaje. Aquí, en el bullicio de las ajetreadas calles, hemos visto detenerse el tiempo por un instante.
No se necesitan palabras, no hay que dar explicaciones: sólo la certeza de haber dejado una huella sutil, hecha de armonía y suspensión, de algo que existe justo antes de desvanecerse.